8 noviembre, 2024

“Para la médica, me pasó por promiscua”: el estigma y la cadena de violencia que aún amenazan a gestantes y menores con VIH en Perú

Ana, una de las madres con VIH que participa en este reportaje, cedió esta fotografía que muestra a su hija en el INSN de Breña. La niña murió por sida en 2003

Liz conoció su diagnóstico ocho meses después de la muerte de su pareja, hace casi tres décadas. Fue una mañana de 1997. Tenía 24 años, una hija que acababa de entrar al kínder y una vida que marchaba sin contratiempos. Estudiaba para técnica en Farmacia, trabajaba como recepcionista en un instituto y había acudido al hospital para una consulta por recomendación de la familia. “Llegaron a mi casa y me dijeron ‘tenemos algo que contarte, tienes que estar tranquila’ —recuerda—. Ahí supe que él había muerto por sida y me avisaron para que pasara evaluación. Me quedé helada. Ya no vivía con él. Fue como si me hubieran dicho ‘anda a tu suerte a ver qué tal’. Y ahí estaba yo, esperando”.

La médica llegó con el resultado, le pidió que se acercara y le soltó esa estampida de palabras. “Usted tiene VIH. Ahora, por favor, traiga a todas sus parejas para que se hagan el examen”. Se habían separado por decisión propia desde hacía un tiempo y, aunque nunca había sido un tema de conversación —hasta entonces, el virus y el sida, la etapa más avanzada de la infección, eran un signo de interrogación y un arrojo al vacío—, la última vez que se vieron, él intentó decirle algo.

“Quiso decírmelo, pero acabó guardándolo hasta la tumba. Ahora puedo identificar algunos síntomas que tenía: candidiasis oral, diarreas, problema dermatológico, dolor de cabeza intenso y fiebres”, dice Liz, convertida en activista de la Asociación PROSA, desde su casa en el Rímac. “Después me enteré de muchas otras cosas: que su familia sí sabía del diagnóstico, que tenía otras parejas sexuales, que tenía adicciones. Pero en ese momento estaba asimilando lo que la médica me acababan de decir. No reparé siquiera en que sus palabras estaban cargadas de estigma: para ella, me había pasado por promiscua”, sigue.

Se encerró en su cuarto después de aquella cita médica. No comió, no quiso volver a tener contacto con su hija porque temía morir pronto. “No quería que ella sufriera si quedaba huérfana. La llevé a casa de mi mamá. Ahora que lo veo en perspectiva fue un error haber tenido esa reacción, aunque en esos años no tenía manera de saberlo”.

El VIH, un virus con el que viven aproximadamente 110 mil peruanos, ha dejado de ser una condena a muerte como en el siglo pasado, cuando la ausencia de tratamientos eficaces hacía que evolucionara a sida y muchos pacientes morían por enfermedades oportunistas, presentes cuando el sistema inmune está debilitado. Sin embargo, aún persiste el estigma a pesar de que, bien tratada, esta condición crónica permite llevar una vida normal.

Ana, una de las madres con VIH que participa en este reportaje, cedió esta fotografía que muestra a su hija, fallecida por sida, y su expareja, quien murió a causa de una complicación en el cerebro

“La desinformación también es una forma de violencia. En esos años, la gente se moría por ausencia de medicamentos… y esa imagen de terror para mí era un recuerdo permanente de que en algún momento iba a llegar. Entonces, mi único pensamiento fue ‘bueno, voy a comprar un cajón’”, señala Liz y frota, delicada, un denario que lleva en la mano izquierda. Se vio forzada a detener sus estudios y renunciar a su trabajo. “Así estuve tres días. Pero pasaron los tres días y no me morí”.

Después contará que volvió a vivir con su hija cuando tenía ya 12 años; que consumía información a solas; que evitaba acudir al hospital porque la asaltaban con preguntas como qué te pasó, por qué no te cuidaste. “Estaba molesta con el mundo —dirá—. Me culpaba, me preguntaba dónde había empezado todo. Recordaba las veces en que mi pareja, suelto de huesos, decía ‘he estado jironeando’ con trabajadoras sexuales”. Lo estuvo hasta esa mañana en que una voz le habló al oído mientras esperaba el turno para un examen post-diagnóstico y, por primera vez, no le hizo preguntas. “Simplemente, me dijo: ‘yo también tengo VIH’. Volteé a mirarla. Ver que había otra mujer como yo y que estaba bien: fue el empuje que necesitaba”.

PROSA es una de las iniciativas no gubernamentales más antiguas del país, constituida por personas que viven con VIH, profesionales de salud y voluntarios de la comunidad. Por esos años, organizaba un encuentro nacional de mujeres y sus activistas salían a los hospitales para cursar invitaciones. Liz dijo sí y asistió al evento sin reparar en que sería el inicio de su activismo. “Eran muy pocas mujeres con VIH en la asociación: a lo mucho cinco. Fue un momento muy bonito porque encontrarme con ellas me hizo pensar que yo también podía, como si me tomaran de la mano para ir juntas —dirá—. Entré a la organización, iba a buscar a otras mujeres para hablarles desde mi experiencia, y empecé a informarme. Me propuse que ninguna más vuelva a pasar por este proceso sola”.

La violencia contra las mujeres con VIH, según cuatro académicas que la definieron en un documento respaldado por ONU Mujeres, incluye “cualquier acto, estructura o proceso que ejerza poder causando daños físicos, sexuales, psicológicos, financieros y legales” a estas pacientes. Nizarindandi Picasso, representante de la Comunidad Internacional de Mujeres que Viven con VIH en América Latina (ICW Latina) —una red que tiene un programa en Perú—, señala que ellas han sufrido diversas formas de abuso, desde violencia por parte de sus parejas, quienes les transmitieron el VIH conocedores de su serostatus, hasta la comunicación de su condición sin su consentimiento.

Esta cadena de reveses, de acuerdo con la experta, dificulta la negociación del sexo seguro e incluye rechazo, abandono, pérdida de propiedades y violencia contra los hijos en el ámbito familiar y comunitario. También deviene en autolesiones o autoculpa, lo que puede llevar al incumplimiento del tratamiento. En los servicios sanitarios, las mujeres enfrentan violaciones de confidencialidad y tratamientos discriminatorios; en el ámbito laboral, restricciones de empleo y pruebas sin consentimiento.

Hace unas semanas, en el hospital donde ejerce como educadora de pares, Liz conoció a una joven de 18 años con un embarazo gemelar recién llegada al área de emergencias. Aunque dos evaluaciones previas habían indicado que no tenía VIH, una nueva prueba salió reactiva, lo que sugiere que inicialmente estaba en un periodo de ventana. “Es probable que sus hijos salgan positivos por transmisión intrauterina”, evalúa.

Según cifras oficiales, a la fecha hay más de mil gestantes en tratamiento antirretroviral a nivel nacional

Un embarazo adolescente aumenta el riesgo de muerte. Según UNFPA Perú, entre el 11% y el 16% de las muertes maternas en el país corresponden a mujeres menores de 19 años, y cada hora nacen seis bebés de adolescentes entre 15 y 19 años, el grupo más expuesto a la violencia obstétrica, que se manifiesta en tratos deshumanizados, abusos de poder y prácticas médicas coercitivas o negligentes. Liz ha sido testigo de esos casos. Una mujer cuzqueña programó su gestación, siguió estrictamente su terapia antirretroviral y dio a luz por cesárea. Al día siguiente, le programaron el implante anticonceptivo.

“Mientras la paciente se dirigía a ese la sala de Obstetricia, escuché que una interna que le dijo ‘señora, ¿por qué camina así? ¿Le duele algo?’. Y yo la quedé mirando y le dije: ‘le acaban de hacer una cesárea’”, recuerda. Fue el primer indicador de lo que vendría. “Cuando salió de la sala, me abraza y se pone a llorar y me dice ¿escuchaste? Me han gritado porque querían que me eche a la camilla. Yo le dije que no podía, que por favor me lo pongan mientras estaba sentada, pero el doctor insistía que yo me eche, y por eso me gritó y me dijo que ‘seguramente quieres tener más hijos o infectar a más gente’. Lo único que hizo fue llorar y dijo ‘me quiero ir de acá; si no me dan de alta, yo pido mi alta voluntaria’. Lamentablemente, nunca hizo la denuncia”.

GIVAR, el primer observatorio en VIH del país, ha recibido hasta agosto de este año 193 denuncias de pacientes, la mayoría por desabastecimiento de medicamentos (120), atención médica inadecuada (34) e incidentes en establecimientos de salud (12). “Las denuncias provienen de distintas regiones, pero últimamente se han presentado en Pisco, Lambayeque y Lima”, señala Marlon Castillo, coordinador del grupo e integrante de la ONG Sí, da Vida. La cifra, según el activista, no refleja los casos diarios registrados en los establecimientos de salud del país, ya que aún existe resistencia a denunciar por miedo.

Por eso, nadie se enteró del caso de una paciente de Huaraz a quien le sugirieron procedimientos de esterilización sin consentimiento en un hospital limeño, violaron la reserva de su diagnóstico frente a otros pacientes y una ginecóloga cuestionó que su embarazo fuera planificado: “¿Tú quieres traer hijos muertos o quieres infectarlos? Te vamos a ligar. Es más, ¿dónde está tu esposo para que también le hagan la vasectomía? Ustedes no pueden seguir teniendo hijos con eso que tienen”. Liz también lo presenció.

Según cifras oficiales, a la fecha hay más de mil gestantes en tratamiento antirretroviral a nivel nacional. La infectóloga Rosa Terán, integrante del equipo técnico de la Dirección de Prevención y Control de VIH del Ministerio de Salud, menciona que este grupo se divide en gestantes que ya estaban en terapia antes de quedar embarazadas; gestantes diagnosticadas durante la atención prenatal —por lo cual iniciaron terapia antirretroviral—; y gestantes diagnosticadas de manera tardía y adheridas al tratamiento en la etapa más avanzada del embarazo. Liz considera que, con este último subgrupo, el Estado falló desde el principio, ya que nunca brindó prevención ni consejería adecuada desde el Ministerio de Salud para incrementar la percepción de riesgo. “Es lamentable decirlo, pero las campañas de prevención no son continuas. En la televisión solo se ven para el Día Mundial de Lucha contra el sida; después, no más”, subraya.

Las regiones con más casos de VIH son Lima, Loreto y Amazonas, mientras que Lima, Callao y Loreto lideran en casos de sida

Según la infectóloga Terán, la tasa de transmisión vertical de VIH —como se denomina a la transferencia del virus de una madre infectada a su hijo durante el embarazo, el parto o la lactancia— ha disminuido en los últimos años hasta situarse en un 3%. El objetivo es reducirla por debajo del 2%, como establecen los estándares mundiales. La experta menciona, además, que todos los recién nacidos expuestos al VIH deben pasar por pruebas moleculares (PCR). La primera se realiza durante el primer mes de vida, y en casos de alto riesgo de transmisión, el primer día de nacido. Una segunda pruebas es necesaria al tercer mes y, si hay resultados discordantes, se efectúa una más al cuarto mes.

El Centro Nacional de Epidemiología, Prevención y Control de Enfermedades ha registrado, en lo que va del 2024, 24 casos de VIH en menores de 0 a 4 años (13 hombres, 11 mujeres), 8 casos en el grupo de 5 a 9 años (4 hombres, 4 mujeres), 16 casos en el rango de 10 a 14 años (9 hombres, 7 mujeres) y 349 casos en adolescentes de 15 a 19 años (246 hombres, 103 mujeres). Respecto al sida, se notificaron 7 casos en niños de 0 a 11 años (4 hombres, 3 mujeres), 6 casos en adolescentes de 12 a 17 años (todos hombres) y 114 casos en el grupo de 18 a 29 años (94 hombres, 20 mujeres).

“Mi madre escondía las cucharas”

Ana ya tenía dos hijos cuando, a los 28 años, supo su diagnóstico. Su historia es similar a la de Liz: el mismo aluvión de palabras, el temblor de manos, el llanto desbordado. Lo supo cuando su tercera hija —nacida, como los otros, por cesárea— fue ingresada de emergencia al Instituto Nacional de Salud del Niño (INSN) por un cuadro combinado de enfermedades que la había dejado extremadamente delgada. Era 2002 y la legislación peruana aún no reconocía por completo el derecho al tratamiento antirretroviral.

Ana, una de las madres con VIH que participa en este reportaje, cedió esta fotografía que la muestra junto a su hija, fallecida por sida

La primera respuesta legal al VIH/SIDA en el país ocurrió en 1990 con la Ley N.º 25275, que obligaba a realizar pruebas a quienes solicitaban residencia, matrimonio civil y atención en centros públicos, así como a gestantes y poblaciones en riesgo, lo que generó situaciones de abuso y discriminación contra la comunidad LGBTI y personas dedicadas al trabajo sexual, apunta el historiador Augusto Rosas de la Cruz.

En 1996, la norma fue reemplazada por la N.º 26626 o Ley Contrasida, que encargó al Ministerio de Salud la elaboración del Plan Nacional de Lucha contra el VIH/SIDA y las ETS. Sin embargo, no reconocía explícitamente el derecho al tratamiento antirretroviral, por lo que fue modificada en 2004 con la Ley N.º 28243, que incorporó la obligatoriedad de la prueba de ELISA a gestantes, reconoció el derecho al tratamiento y fortaleció organizaciones para la capacitación e información de los grupos más expuestos al virus.

Dos años atrás, Ana había llevado a su hija al hospital y, por la gravedad de su estado, los médicos dispusieron que la nena sea evaluada por VIH. “Tenía diarreas constantes, neumonía, cada vez iba empeorando. Le daban antibióticos fuertes. Dio positivo. Era algo que yo no me lo esperaba”, recuerda esta mañana de fines de agosto. Ana ahora también es educadora de pares en un establecimiento médico de Surquillo, trabaja como personal de limpieza y administra su propio bazar, pero entonces era una mujer sola que temblaba en un pasillo hospitalario, con una hija al borde de la muerte y con un resultado que la dejó en negro.

“Como mi niña dio positivo, también me hicieron la prueba. Fue muy chocante cuando me dijeron, me quedé en negro porque no me prepararon —recuerda—. Me lo dijeron de una manera tan cruel y lacerante”. No hubo un equipo que manejara el impacto emocional, como establece la norma técnica de salud de atención integral del adulto con VIH. Entre otras disposiciones, esta norma incluye que el tratamiento inicial sea con la medicación a dosis fija combinada recomendada por la OMS (tenofovir, lamivudina y dolutegravir, o TLD), y la atención de un equipo multidisciplinario conformado, entre otros, por un infectólogo, un psicólogo y un trabajador social.

“En ese momento, la doctora me dijo que mi pareja debía pasar la prueba. Él parecía que ya lo sabía. Lo noté en su mirada —dice—. Después hizo como un gesto de ‘no me importa’. Cuando se lo dije a mi madre, me rechazó de su casa, escondía las cucharas y se negaba a compartir espacios comunes como el baño. Me hacía llorar mucho. Solo mis hermanos me apoyaron”. Sin terapia antirretroviral, su niña murió de sida en octubre de 2003, después de contraer tuberculosis y pasar largas temporadas en el hospital. Tenía 4 años y 6 meses. Su pareja había muerto meses atrás por complicaciones en el cerebro.

El Instituto Nacional de Salud del Niño (INSN) en Breña atiende actualmente a 180 menores con VIH. Foto: Andina

“Mi hijita se me fue sin esos aparatos, flaquita. El día anterior me quedé a dormir con ella. Le di un beso en la cabeza y fui a dejar a mis otros hijos al colegio. Recuerdo que a las 10 de la mañana el enfermero me llamó y me dijo: ‘tienes que venir’. Yo la había dejado estable, tranquila, pero no la encontré en su cama porque la habían llevado a la morgue”.

Ana comenzó a recibir una terapia inicial gracias a un estudio sobre mujeres con VIH que buscaba derribar estereotipos y estigmas al comprobar su monogamia. En julio de 2004, inició el tratamiento completo proporcionado por el Estado. “El financiamiento del Fondo Mundial costeó el primer año de tratamiento y luego ese gasto fue asumido por el Estado”, precisa Marlon Castillo, de GIVAR. Ana ahora es indetectable, es decir, tiene una cantidad de virus en la sangre tan baja que no puede ser percibido por pruebas estándar ni transmitida sexualmente. “Todos los días a las ocho de la noche tomo mi medicamento”, matiza.

Su hija se llamaba Ruth Karina. Desde que la perdió hasta ahora, como educadora de pares, los casos que más le han impactado incluyen el de una niña de Ayacucho diagnosticada tras el abuso sexual de su padre y una adolescente que recibió el diagnóstico a los 15 años, cuando gestaba. Una de cada cinco personas que viven con VIH no sabe que lo tiene. El 99% de los casos en el país se transmitieron a través de relaciones sexuales sin protección.

“La otra vez también vi a un chico gay de 14 años que ya recibe tratamiento. A veces, cuando conversamos, le pregunto por sus notas en el colegio y le digo que siga, que todo lo que se proponga lo va a lograr. Vivir con esta condición no nos quita nada. No hay impedimento. El único detalle es que todos los días debemos tomar un medicamento y cuidarnos, pero no nos limita. Me sale mi lado maternal”, dice.

Junto a su nueva pareja, que también tiene VIH, decidió volver a ser madre. “Fue casi un año después de que se fuera mi niña. Hice todo lo que dijo el médico, llevé los controles, di a luz por cesárea —señala—. Cuando mi hijo nació, cada mes en el hospital me daban fórmulas de leche. Yo sí tuve esa suerte. Otras madres no la tienen”. No es suerte. La normativa pediátrica establece la entrega gratuita de sucedáneos de leche materna hasta los 12 meses.

El programa de suministro de 124 latas de 400 gramos se distribuye en dos fases: en la primera, del mes 1 al mes 6, se entregan 9 latas en el primer mes, 11 en el segundo, 13 en el tercero, 14 en el cuarto y quinto, y 15 en el sexto. En la segunda, del mes 7 al mes 12, se distribuyen 9 latas en los meses 7, 8 y 9, y 7 latas en cada uno de los meses 10, 11 y 12.

El Instituto Nacional de Salud del Niño (INSN) en Breña es el único del país que cuenta con un Servicio de Infectología con hospitalización. Foto: Andina

Sin embargo, en lo que va del año, GIVAR ha recabado cuatro denuncias por falta de entregas. “Mi hijo está sin leche, yo me encuentro mal de salud porque he abandonado el tratamiento y he bajado mucho de peso, ayúdeme”, suplica una madre en un audio enviado al grupo en busca de ayuda. Se acaba de mudar de Chiclayo a Lima y no cuenta con hoja de referencia en el Seguro Integral de Salud (SIS).

“Soy del Cuzco. Tengo un bebé de tres meses y no se me está dando completo la leche. No me alcanza para el mes. Solo me entregan ocho latas. Yo también estoy mal”, susurra otra madre. Los sustitutos de leche materna no solo previenen la exposición al virus, sino también la desnutrición infantil, especialmente en regiones con alta inseguridad alimentaria.

Según GIVAR, su desabastecimiento afecta la salud de los menores expuestos, ya que sus madres o apoderados recurren a leche de tarro o de soja, lo que puede causar diarreas frecuentes. Además, el impacto económico obliga a las familias a usar sus propios recursos, una situación conocida como “gasto de bolsillo” y que es, en rigor, una secuela de la violencia institucional.

“Yo tengo para escribir un libro”

El Instituto Nacional de Salud del Niño (INSN) en Breña es el único del país que cuenta con un Servicio de Infectología con hospitalización. Es liderado por la pediatra infectóloga Lenka Kolevic, también coordinadora del Comité de expertos en la atención de niños y adolescentes con VIH/SIDA e integrante del equipo que, en 1992, atendió el primer caso de VIH en un menor peruano. Fue una figura desafiante en un siglo en el que las muertes por el virus se contaban por decenas al día: allí donde los sanitarios temían atender debido a la escasa información disponible sobre la enfermedad, Kolevic intervenía con determinación.

“Incluso me llegaron a decir: ‘¿Pero tú no tienes familia? ¿Tú no te quieres?’ —dice y se queda en silencio por unos segundos—. Mis niños alguna vez me decían: ‘No me mandes a tal consultorio porque esa doctora me ordena sentarme lejos’. Para ellos era muy duro. Yo llevo trabajando casi 30 años con ellos y no vivo con VIH”. A la fecha, el INSN atiende a 180 menores que viven con el virus, todos referidos por diagnóstico o por enfermedades oportunistas que permitieron descubrir su condición. Generalmente, la doctora Kolevic realiza la revelación del diagnóstico, un proceso sumamente sensible en el que también participan los tutores y un especialista en Psicología.

“Lo ideal es que se lo digamos a partir de los 8 o 9 años. A menudo, los familiares aplazan es momento porque temen la reacción del menor. Es más, incluso es bastante duro para ellos que para el propio paciente —precisa—. Donde he notado más problemas es en el contexto del menor. Por ejemplo, en algunos centros educativos los profesores aún los aíslan precisamente por la falta de conocimiento sobre el contagio”.

Una vez, un niño residente de un albergue limeño dijo su diagnóstico en medio de la clase y el docente solicitó que lo retiraran de la escuela. Otro paciente, cuya madre acababa de fallecer por VIH, fue empujado a la deserción escolar por los padres de sus compañeros. “Es bastante fuerte y, sobre todo, injusto —se queja Kolevic—. Me ha tocado ir al colegio por iniciativa propia y hacer pedagogía, docente por docente, padre por padre, para evitar este tipo de violencia”.

El Instituto Nacional de Salud del Niño (INSN) en Breña es el único del país que cuenta con un Servicio de Infectología con hospitalización. Foto: Andina

Recientemente, un adolescente de 17 años conoció su condición el día de su cumpleaños. Sus tutores —padre y tío— se rehusaban que llegara el momento, a pesar de que el psicólogo ya había señalado que podía aceptarlo. “Con ese paciente ocurrió algo revelador. Después de que se lo dije, le pregunté: ‘tú ya sabías, ¿cierto?’. Sí, me dijo. ‘Yo busqué los medicamentos por internet’. Y me detengo ahí: lo vio por internet, donde hay un aluvión de datos muchas veces imprecisos o falsos. La reticencia que pusieron sus tutores no permitió que haya un acompañamiento y, muchas veces, cuando ellos lo descubren solos, es más triste porque nadie les da explicaciones, y es más difícil que tomen conciencia del autocuidado, lo más importante del proceso”.

Gladys, también educadora de pares, activista, madre de dos hijos con VIH, dirá que los tutores son la parte crucial de la adherencia a la terapia antirretroviral; por tanto, su falta de intervención podría convertirse en un obstáculo. Para el activista Marlon Castillo, cada caso debe ser analizado por separado. “Hay factores de pobreza, salud mental o negación al diagnóstico, incluso religión, que pueden generar este tipo de situaciones —opinará—. Siempre van a prevalecer los derechos de los niños y niñas, pero no podemos generalizar ni criminalizar a las madres o tutores. Se requiere de un acompañamiento permanente”.

Las dificultades económicas a menudo impiden que los tutores lleven a los menores a sus citas médicas o los trasladen desde regiones donde hay desabastecimiento de medicinas al INSN, que proporciona estos medicamentos desde 2002, dos años antes que para los adultos. En casos específicos, la ONG Sí, Da Vida, de la cual Castillo es parte, recauda fondos para facilitar los pasajes. “Pero la ayuda ciertamente es para un grupo. ¿Qué pasa con los casos que no se conocen? —cuestiona—. Allí el Estado tiene una gran deuda”.

La doctora Kolevic trabaja con otros siete médicos. El día en que Infobae Perú visitó el INSN, el equipo atendía a una niña de dos años con una carga viral extremadamente alta, por lo cual su hospitalización se extenderá al menos por cuatro semanas para verificar la efectividad de los antirretrovirales. También estaba un niño de siete años con leucoencefalopatía, cuyo padre estuvo recluido y cuya madre no lo visita. “Yo tengo para escribir un libro —dice la médica y suspira—. Hay mucho problema social con estos pacientes. La mayor parte que viene aquí son pobres o de albergues, con realidades sumamente complejas”.

Entonces, recuerda a una niña de 16 años abusada sexualmente por su padre y abuelo desde los ocho años, un caso en el que ella sirvió como perito ante la justicia. Recuerda, además, a un niño awajún, derivado de la provincia de Bagua, donde su abuela evitaba la adherencia al tratamiento por creencias locales. La bibliografía describe a la población indígena como un grupo con conductas de riesgo debido al rechazo al preservativo, conductas sexuales específicas y falta de información sobre la infección. La antropóloga Giannina Chávez cita dos interpretaciones del VIH/sida en esta población: teorías de conspiración, que sugieren que el virus fue introducido por agentes externos, y teorías del daño, que asocian el VIH con actos de brujería, lo que lleva a tratamientos con plantas en lugar de antirretrovirales.

Lenka Kolevic, jefa del servicio de Infectología del Instituto Nacional de Salud del Niño de Breña. Foto: Luis Paucar

Actualmente, Amazonas es la región con mayor tasa de VIH en el país, con Condorcanqui y Bagua como las provincias con más casos. Desde 2010, en Condorcanqui ha habido medio millar de denuncias de acoso y abuso sexual de docentes a estudiantes. Hasta agosto de 2023, se detectaron 156 casos de VIH, el 85% en jóvenes de 14 a 25 años. De 2,281 gestantes, el 2.1% dio positivo. Solo el 25% de los infectados toma antirretrovirales, y sin esta terapia, la esperanza de vida es de cuatro a cinco años.

“Creo que soy una de las pediatras que más ha salido a las provincias para capacitar pediatras y he hecho que vengan aquí, para que roten con nosotros. Tenemos lugares donde ningún médico se quiere hacer cargo del niño, entonces indefectiblemente deben venir al INSN porque no hay forma de que sigan su tratamiento. En las regiones, sobre todo en la Amazonía, eso es muy marcado. Y bastante cruel —interviene Kolevic—. En Lima, a nivel de sociedad ahora ha cambiado bastante, hay más apertura, pero todavía las personas con VIH no dicen libremente su diagnóstico porque sienten el maltrato y la violencia. Una paciente con VIH no le dice al dentista su condición por temor a no ser atendida, por ejemplo. Si una persona tiene presión alta o diabetes, no recibe el mismo rechazo, pese a que son enfermedades crónicas que requieren tratamiento continuo”.

Amnistía Internacional advierte que la discriminación perpetúa la desigualdad y Angélique Kidjo, embajadora de UNICEF, subraya la necesidad de acceso a servicios y medicamentos para menores con VIH, además de derribar políticas de miedo y fomentar la educación para el empoderamiento.

Lenka Kolevic, jefa del servicio de Infectología del Instituto Nacional de Salud del Niño de Breña. Foto: Luis Paucar

Una tarde, los hijos de Gladys, la educadora de pares, jugaban con otros niños del barrio, en Independencia, cuando escucharon una frase lacerante. “Uno de los pequeños que estaba con ellos se les acercó y les dijo que se vayan. Que se vayan porque estaban sucios —se quiebra al otro lado del teléfono—. Para entonces, todos los vecinos sabían mi diagnóstico. La forma en que lo supieron fue la peor, pero no voy a culpar a nadie. No me corresponde. ¿Cómo reaccionas ante esas palabras de un niño?”.

Ahora sus dos hijos trabajan en una barbería y en un call center. “Llevan una vida tranquila. Saben que, con el medicamento, el VIH no es sinónimo de muerte. Me atrevería a decir que la violencia es más nociva que la misma condición”, dice. Ella les explicó el comportamiento del virus a través de dibujos. Los sentó en una mesa y trajo lápices de colores. No les habló de monstruos. “No, nada de eso. Les narré como un cuento que era un mal con capacidad de infiltrarse y camuflarse, que debilitaba lentamente las defensas, que una pastilla salvadora haría que se detenga y lo dejaría dormido”. Acababan de perder a su padre cuando la doctora les reveló su diagnóstico. “Fue un momento demoledor —suspira Gladys—. En ese momento yo estaba rota en mil pedazos, pero les dije: ‘aquí esta mama’. Mamá con ustedes lo puede todo”.

NR: Los nombres de las personas que participaron en el reportaje fueron cambiados para proteger sus identidades. Las ilustraciones fueron realizadas a partir de fotografías cedidas a este medio.

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