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Eran las 9:00 a. m. de un viernes de marzo y Ernest Jones III tenía hambre.
Desde una cama de hospital en un centro de investigación de los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por su sigla en inglés) en Maryland, observó su bandeja de comida: Honey Nut Cheerios con leche entera enriquecida con fibra, un muffin de arándanos envuelto en plástico y margarina.
“Sencillo y de la vieja escuela”, uno de esos “desayunos de sábado por la mañana como antaño”, dijo Jones, de 38 años, quien estudia para ser pastor.
Jones, que estaba a la mitad de su estadía de 28 días en los NIH, era una de las 36 personas que participaban en un estudio nutricional que se espera que finalice a fines de 2025. Durante un mes, los investigadores extraerán sangre a los participantes, harán un seguimiento de su grasa corporal y su peso, medirán las calorías que queman y les darán tres comidas al día diseñadas con meticulosidad.
Los sujetos no lo saben, pero su trabajo es ayudar a responder algunas de las preguntas más acuciantes en nutrición: ¿Los alimentos ultraprocesados son perjudiciales para la salud? ¿Son un factor importante del aumento de peso y la obesidad? ¿Y por qué es tan fácil comerlos de más?
Los investigadores creen que, si pueden responder a estas preguntas, quizá haya formas de lograr que los alimentos ultraprocesados sean más sanos.
El problema del procesado
Los alimentos ultraprocesados engloban una amplia gama de alimentos y bebidas elaborados con métodos e ingredientes que no se suelen utilizar ni se pueden encontrar en la cocina casera. Los refrescos, las carnes procesadas y los yogures de sabores forman parte de esta categoría, al igual que la mayoría de los cereales para el desayuno, los panes empaquetados y las leches vegetales.
Los alimentos ultraprocesados son una de las principales fuentes de calorías en Estados Unidos: representan alrededor del 58 por ciento de las que consumen niños y adultos, según una estimación reciente.
Kevin Hall, investigador sénior de los NIH que dirige el ensayo, dijo que hay una “montaña de datos epidemiológicos” que relacionan los alimentos ultraprocesados con la mala salud, incluyendo 32 problemas de salud como enfermedades coronarias, diabetes tipo 2, obesidad, depresión y ciertas condiciones gastrointestinales y tipos de cáncer.
Pero aún quedan muchas interrogantes, como si son los propios alimentos ultraprocesados los que causan esas afecciones o si se trata de algo relacionado con la vida de quien los consume. Los científicos tampoco saben aún por qué los alimentos ultraprocesados causarían problemas de salud.
Según dijo Hall, existe una “laguna enorme en nuestros conocimientos” que espera empezar a llenar con esta investigación.
El ‘estudio más importante sobre nutrición en años’
En 2019, Hall y sus colegas publicaron los resultados de un ensayo que ha sido aclamado como uno de los estudios más influyentes en nutrición.
En esa investigación, 20 adultos vivieron en los NIH y pasaron dos semanas siguiendo una dieta elaborada con alimentos ultraprocesados y otras dos con una preparada a partir de alimentos no procesados. Ambas dietas tenían niveles de nutrientes similares y se indicó a los participantes que comieran tanto o tan poco como quisieran.
Los resultados fueron sorprendentes: durante las semanas con alimentos ultraprocesados, los participantes consumieron unas 500 calorías más al día que durante las semanas de alimentos sin procesar, y engordaron una media de un kilo. Al final de las semanas sin procesar, habían perdido alrededor de un kilo.
Marion Nestle, catedrática emérita de Nutrición, Alimentación y Salud Pública de la Universidad de Nueva York, dijo que se trataba del “estudio más importante sobre nutrición en años”.
Según Nestle, los investigadores no habían analizado antes cómo podían influir los alimentos ultraprocesados en el consumo de calorías y el aumento de peso y la respuesta era relevante para una gran parte de los estadounidenses. Además, se controló rigurosamente la dieta de los participantes durante un mes, algo que no se hace en la mayoría de los estudios sobre nutrición.
Pero el estudio era pequeño y no se había replicado, dijo Hall. Tampoco explicaba por qué la gente tiende a comer en exceso alimentos ultraprocesados.
Así que Hall está utilizando este nuevo estudio para replicar los resultados, y probar dos teorías acerca de por qué los alimentos pueden ocasionar aumento de peso.
Una teoría postula que, a menudo, esos alimentos contienen ciertas combinaciones de nutrientes tentadores –como grasas, azúcares, sodio y carbohidratos– que podrían activar el sistema de recompensa del cerebro de manera que la gente quiera comer muchos de ellos.
Después de comer papas fritas saladas, “el cerebro dice: ‘Dios mío, necesitamos otro bocado'”, aunque “el estómago diga: ‘Por favor, no lo hagas, estamos muy llenos'”, dijo Tera Fazzino, profesora adjunta de Psicología en la Universidad de Kansas. Fazzino definió el término utilizado para describir este fenómeno, denominado hiperpalatabilidad.
Una segunda hipótesis, dijo Hall, es que los alimentos ultraprocesados suelen contener muchas calorías por bocado. Y como pueden saciar menos que los alimentos no procesados, es posible que se consuman más de manera inconsciente para llegar a saciarse.
Hall cree que si las empresas alimentarias pudieran hacer que los alimentos ultraprocesados tuvieran menos calorías y fueran menos irresistibles, sería menos probable que consumiéramos calorías de más y aumentáramos de peso.
Rastreados, escaneados y vigilados
Todos los días a las 6:30 a.m., una enfermera tocaba la puerta de la habitación de Jones para despertarlo, tomarle la tensión arterial y pesarlo.
A las 9:00 a. m., era la hora de su primera comida. Cada bandeja se preparaba de manera cuidadosa en una cocina del sótano de los NIH, y cada ingrediente se pesaba con una precisión de una décima de gramo. Los participantes tenían instrucciones de comer tanto o tan poco como quisieran. Algunas comidas contenían hasta 2000 calorías, la cantidad que algunas personas ingieren en un día entero.
Cuando terminaba, la bandeja de Jones era llevada al sótano, donde los científicos pesaban los restos para calcular exactamente cuánto había comido.
Jones no conocía las básculas del sótano ni sabía que el número de calorías que consumía era la clave del estudio. Tampoco se le permitía ver su peso, por temor a que pudiera influir en lo que comía.
Cada semana, las características de las comidas cambiaban, dependiendo de lo que los especialistas estuvieran investigando. Una semana, todo eran alimentos no procesados, como yogures sin azúcar, frutos secos, bacalao al horno, ternera salteada, arroz y muchas verduras.
Durante las otras tres semanas, al menos el 80 por ciento de las calorías de las comidas se componían de alimentos ultraprocesados –cereales de desayuno, salchichas, embutidos, yogures azucarados, productos horneados– con ligeros ajustes entre semanas para comprobar cómo sus concentraciones calóricas y su palatabilidad podían afectar las cantidades que comían los participantes.
Durante todo el estudio, Jones usó un monitor continuo de glucosa en la parte superior del brazo para controlar las fluctuaciones de azúcar en sangre. También usó un monitor de actividad en una de sus muñecas, en un tobillo y en la cintura para tener en cuenta cualquier variación en su actividad. Un día a la semana, se le extraía sangre antes del desayuno y seis veces más durante las tres horas siguientes para medir sus niveles de insulina, glucosa, lípidos y hormonas del hambre y la saciedad, así como sus marcadores de inflamación.
Varias veces al día, un iPad le enviaba preguntas sobre su estado de ánimo, apetito y satisfacción con las comidas.
Una vez a la semana, Jones también se sometería a un escáner corporal completo para medir su grasa corporal y a una prueba para ver cuántas calorías quemaba mientras descansaba en la cama. Además, cada semana se le encerraba durante 24 horas en una habitación similar a un dormitorio, denominada cámara metabólica, en la que los investigadores medían cuántas calorías quemaba mientras comía, veía la televisión, montaba en bicicleta estática, dormía y realizaba otras actividades.
Para ver cómo afectaban las dietas a su microbioma intestinal, Jones también tuvo que dar una muestra de heces una vez a la semana, su parte menos favorita del estudio.
“Era lo único que me hacía pensar: ‘No sé si quiero hacer esto'”, dijo Jones.
En su tiempo libre, veía muchos documentales y deportes –incluidos todos los partidos de la March Madness–, leía, escribía en su diario y asistía por internet a cursos de Divinidad y a misas.
Le costó acostumbrarse a vivir en los NIH. Jones fue el único participante del estudio que estuvo en los NIH durante su estancia; los investigadores no tienen espacio ni personal para alojar a más de uno o dos sujetos a la vez. Además, no se le permitía picar ni tomar cafeína, ya que puede afectar al metabolismo, dijo Hall, y las preferencias de las personas en cuanto a la crema del café y los edulcorantes complicarían las cosas. El alcohol también estaba prohibido.
Jones extrañaba beber té caliente y comer palomitas caseras cuando hacía los deberes por las tardes y le habría gustado un Jolly Rancher o un bollo de miel de vez en cuando. A veces se le antojaba un refresco, que, a pesar de ser uno de los principales productos ultraprocesados en Estados Unidos, no formaba parte del estudio.
También echaba de menos sus paseos diarios, que a menudo se extendían por más de 16 km en el barrio de su madre en Richmond, Virginia, donde había vivido un año antes de venir a los NIH.
Durante el estudio, Jones accedió a montar en una bicicleta estática durante una hora cada día para poder hacer una cantidad estándar de ejercicio. Se le permitía salir al exterior o dar pequeños paseos por el campus, pero tenían que ser acompañados, para evitar que “se detuviera en la máquina expendedora o en la cafetería”, dijo Hall.
Jones solo pidió salir unas pocas veces durante el mes que pasó en el centro, pero se alegró mucho cuando una enfermera le entregó unas gafas para el eclipse el 8 de abril y le dijo que era hora de ir a ver el acontecimiento celeste.
Lo que podría decirnos este estudio
Josiemer Mattei, profesora asociada de Nutrición en la Facultad de Salud Pública T. H. Chan de Harvard, dijo que si el estudio aclara por qué los alimentos ultraprocesados pueden provocar un aumento de peso involuntario, los resultados podrían ayudar a orientar las políticas de nutrición. Mattei dijo que, por ejemplo, los legisladores podrían desarrollar etiquetas para ciertos alimentos con el fin de advertir sobre sus posibles riesgos para la salud.
La categoría de ultraprocesados incluye tantos alimentos y bebidas que no es práctico –y quizá tampoco necesario– que la mayoría de la gente los evite todos, dijo Hall.
Pero si el estudio sugiere que algunos de estos alimentos provocan un aumento de peso porque están repletos de calorías o diseñados para ser extremadamente sabrosos, estos hallazgos pueden ayudar a distinguir qué alimentos se pueden comer y cuáles es más importante evitar, dijo Hall. Los fabricantes podrían utilizar esta información para elaborar alimentos procesados con menos probabilidades de aumentar de peso, dijo, por ejemplo reduciendo el sodio o el azúcar, o añadiendo fibra, que aporta volumen sin añadir calorías.
Sin embargo, Carlos Monteiro, epidemiólogo nutricional de la Universidad de São Paulo en Brasil, quien definió el término alimentos ultraprocesados junto con sus colegas en 2009, se muestra escéptico ante la posibilidad de que las empresas introduzcan de buen grado estos cambios. Hacer un producto menos irresistible, por ejemplo, podría reducir sus ganancias, dijo.
Sin embargo, Hall cree que vale la pena intentar que los alimentos ultraprocesados sean menos nocivos, en parte porque es poco probable que los estadounidenses tengan el deseo o el tiempo de volver a hacer todo desde cero, dijo.
La familia de Hall come muchos alimentos no procesados, pero los nuggets de pollo y las pizzas congeladas todavía son ocasionales en su casa. Son fáciles de preparar y sus hijos pequeños los disfrutan. “No quiero que los nuggets de pollo dejen de ser una opción”, dijo.
Reconoce que habrá que seguir investigando para saber cómo afectan estos alimentos a la salud antes de poder modificarlos para que no provoquen un aumento de peso.
“Suena a castillos en el aire”, dijo. Pero, añadió, “creo que hay una posibilidad real de conseguirlo”.
Alice Callahan es reportera del Times, donde cubre nutrición y salud. Tiene un doctorado en nutrición de la Universidad de California, campus Davis. Más de Alice Callahan
(Lexey Swall/The New York Times)
No hubo dos comidas iguales en las cuatro semanas de prueba. En este día de abril, su almuerzo fue pechuga de pollo a la plancha con quinoa y ensalada de espinacas. (Lexey Swall/The New York Times)
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